viernes, 30 de julio de 2010

SINODO DE LA PALABRA

CONCLUSIONES SINODO DE LA PALABRA
A los hermanos y hermanas «paz ... y caridad con fe de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo. La gracia sea con todos los que aman a nuestro Señor Jesucristo en la vida incorruptible». Con este saludo tan intenso y apasionado san Pablo concluía su Epístola a los cristianos de Éfeso (6, 23-24). Con estas mismas palabras nosotros, los Padres sinodales, reunidos en Roma para la XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos bajo la guía del Santo Padre Benedicto XVI, comenzamos nuestro mensaje dirigido al inmenso horizonte de todos aquellos que en las diferentes regiones del mundo siguen a Cristo como discípulos y continúan amándolo con amor incorruptible.
A ellos les propondremos de nuevo la voz y la luz de la Palabra de Dios, repitiendo la antigua llamada: «La palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la pongas en práctica» (Dt 30,14). Y Dios mismo le dirá a cada uno: «Hijo de hombre, todas las palabras que yo te dirija, guárdalas en tu corazón y escúchalas atentamente» (Ez 3,10). Ahora les propondremos a todos un viaje espiritual que se desarrollará en cuatro etapas y desde lo eterno y lo infinito de Dios nos conducirá hasta nuestras casas y por las calles de nuestras ciudades.

I. LA VOZ DE LA PALABRA: LA REVELACIÓN

1. «El Señor les habló desde fuego, y ustedes escuchaban el sonido de sus palabras, pero no percibían ninguna figura: sólo se oía la voz» (Dt 4,12). Es Moisés quien habla, evocando la experiencia vivida por Israel en la dura soledad del desierto del Sinaí. El Señor se había presentado, no como una imagen o una efigie o una estatua similar al becerro de oro, sino con “rumor de palabras”. Es una voz que había entrado en escena en el preciso momento del comienzo de la creación, cuando había rasgado el silencio de la nada: «En el principio... dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz... En el principio existía la Palabra... y la Palabra era Dios ... Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada» (Gn 1, 1.3; Jn 1, 1-3).
Lo creado no nace de una lucha intradivina, como enseñaba la antigua mitología mesopotámica, sino de una palabra que vence la nada y crea el ser. Canta el Salmista: «Por la Palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el aliento de su boca todos sus ejércitos ... pues él habló y así fue, él lo mandó y se hizo» (Sal 33, 6.9). Y san Pablo repetirá «Dios que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean» (Rm 4, 17). Tenemos de esta forma una primera revelación “cósmica” que hace que lo creado se asemeje a una especie de inmensa página abierta delante de toda la humanidad, en la que se puede leer un mensaje del Creador: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos; el día al día comunica el mensaje, la noche a la noche le pasa la noticia. Sin hablar y sin palabras, y sin voz que pueda oírse, por toda la tierra resuena su proclama, por los confines del orbe» (Sal 19, 2-5).
2. Pero la Palabra divina también se encuentra en la raíz de la historia humana. El hombre y la mujer, que son «imagen y semejanza de Dios» (Gn 1, 27) y que por tanto llevan en sí la huella divina, pueden entrar en diálogo con su Creador o pueden alejarse de él y rechazarlo por medio del pecado. Así pues, la Palabra de Dios salva y juzga, penetra en la trama de la historia con su tejido de situaciones y acontecimientos: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor ... conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para sacarlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa ...» (Ex 3, 7-8). Hay, por tanto, una presencia divina en las situaciones humanas que, mediante la acción del Señor de la historia, se insertan en un plan más elevado de salvación, para que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2,4).

3. La Palabra divina eficaz, creadora y salvadora, está por tanto en el principio del ser y de la historia, de la creación y la redención. El Señor sale al encuentro de la humanidad proclamando: «Lo digo y lo hago» (Ez 37,14). Sin embargo, hay una etapa posterior que la voz divina recorre: es la de la Palabra escrita, la Graphé o las Graphai, las Escrituras sagradas, como se dice en el Nuevo Testamento. Ya Moisés había descendido de la cima del Sinaí llevando «las dos tablas del Testimonio en su mano, tablas escritas por ambos lados; por una y otra cara estaban escritas. Las tablas eran obra de Dios, y la escritura era escritura de Dios» (Ex 32,15-16). Y el propio Moisés prescribirá a Israel que conserve y reescriba estas “tablas del Testimonio”: «Y escribirás en esas piedras todas las palabras de esta Ley. Grábalas bien» (Dt 27, 8).
Las Sagradas Escrituras son el “testimonio” en forma escrita de la Palabra divina, son el memorial canónico, histórico y literario que atestigua el evento de la Revelación creadora y salvadora. Por tanto, la Palabra de Dios precede y excede la Biblia, si bien está “inspirada por Dios” y contiene la Palabra divina eficaz (cf. 2 Tm 3, 16). Por este motivo nuestra fe no tiene en el centro sólo un libro, sino una historia de salvación y, como veremos, una persona, Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne, hombre, historia. Precisamente porque el horizonte de la Palabra divina abraza y se extiende más allá de la Escritura, es necesaria la constante presencia del Espíritu Santo que «guía hasta la verdad completa» (Jn 16, 13) a quien lee la Biblia. Es ésta la gran Tradición, presencia eficaz del “Espíritu de verdad” en la Iglesia, guardián de las Sagradas Escrituras, auténticamente interpretadas por el Magisterio eclesial. Con la Tradición se llega a la comprensión, la interpretación, la comunicación y el testimonio de la Palabra de Dios. El propio san Pablo, cuando proclamó el primer Credo cristiano, reconocerá que “transmitió” lo que él «a su vez recibió» de la Tradición (1 Cor 15, 3-5).

II. EL ROSTRO DE LA PALABRA: JESUCRISTO

4. En el original griego son sólo tres las palabras fundamentales: Lógos, sarx, eghéneto, «el Verbo/Palabra se hizo carne». Sin embargo, éste no es sólo el ápice de esa joya poética y teológica que es el prólogo del Evangelio de san Juan (1, 14), sino el corazón mismo de la fe cristiana. La Palabra eterna y divina entra en el espacio y en el tiempo y asume un rostro y una identidad humana, tan es así que es posible acercarse a ella directamente pidiendo, como hizo aquel grupo de griegos presentes en Jerusalén: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12, 20-21). Las palabras sin un rostro no son perfectas, porque no cumplen plenamente el encuentro, como recordaba Job, cuando llegó al final de su dramático itinerario de búsqueda: «Sólo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos» (42, 5).
Cristo es «la Palabra que está junto a Dios y es Dios», es «imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación» (Col 1, 15); pero también es Jesús de Nazaret, que camina por las calles de una provincia marginal del imperio romano, que habla una lengua local, que presenta los rasgos de un pueblo, el judío, y de su cultura. El Jesucristo real es, por tanto, carne frágil y mortal, es historia y humanidad, pero también es gloria, divinidad, misterio: Aquel que nos ha revelado el Dios que nadie ha visto jamás (cf. Jn 1, 18). El Hijo de Dios sigue siendo el mismo aún en ese cadáver depositado en el sepulcro y la resurrección es su testimonio vivo y eficaz.

5. Así pues, la tradición cristiana ha puesto a menudo en paralelo la Palabra divina que se hace carne con la misma Palabra que se hace libro. Es lo que ya aparece en el Credo cuando se profesa que el Hijo de Dios «por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen», pero también se confiesa la fe en el mismo «Espíritu Santo que habló por los profetas». El Concilio Vaticano II recoge esta antigua tradición según la cual «el cuerpo del Hijo es la Escritura que nos fue transmitida» - como afirma san Ambrosio (In Lucam VI, 33) - y declara límpidamente: «Las palabras de Dios expresadas con lenguas humanas se han hecho semejantes al habla humana, como en otro tiempo el Verbo del Padre Eterno, tomada la carne de la debilidad humana, se hizo semejante a los hombres» (DV 13).
En efecto, la Biblia es también “carne”, “letra”, se expresa en lenguas particulares, en formas literarias e históricas, en concepciones ligadas a una cultura antigua, guarda la memoria de hechos a menudo trágicos, sus páginas están surcadas no pocas veces de sangre y violencia, en su interior resuena la risa de la humanidad y fluyen las lágrimas, así como se eleva la súplica de los infelices y la alegría de los enamorados. Debido a esta dimensión “carnal”, exige un análisis histórico y literario, que se lleva a cabo a través de distintos métodos y enfoques ofrecidos por la exégesis bíblica. Cada lector de las Sagradas Escrituras, incluso el más sencillo, debe tener un conocimiento proporcionado del texto sagrado recordando que la Palabra está revestida de palabras concretas a las que se pliega y adapta para ser audible y comprensible a la humanidad.
Éste es un compromiso necesario: si se lo excluye, se podría caer en el fundamentalismo que prácticamente niega la encarnación de la Palabra divina en la historia, no reconoce que esa palabra se expresa en la Biblia según un lenguaje humano, que tiene que ser descifrado, estudiado y comprendido, e ignora que la inspiración divina no ha borrado la identidad histórica y la personalidad propia de los autores humanos. Sin embargo, la Biblia también es Verbo eterno y divino y por este motivo exige otra comprensión, dada por el Espíritu Santo que devela la dimensión trascendente de la Palabra divina, presente en las palabras humanas.

6. He aquí, por tanto, la necesidad de la «viva Tradición de toda la Iglesia» (DV 12) y de la fe para comprender de modo unitario y pleno las Sagradas Escrituras. Si nos detenemos sólo en la “letra”, la Biblia entonces se reduce a un solemne documento del pasado, un noble testimonio ético y cultural. Pero si se excluye la encarnación, se puede caer en el equívoco fundamentalista o en un vago espiritualismo o psicologismo. El conocimiento exegético tiene, por tanto, que entrelazarse indisolublemente con la tradición espiritual y teológica para que no se quiebre la unidad divina y humana de Jesucristo, y de las Escrituras.
En esta armonía reencontrada, el rostro de Cristo brillará en su plenitud y nos ayudará a descubrir otra unidad, la unidad profunda e íntima de las Sagradas Escrituras, el hecho de ser, en realidad 73 libros, que sin embargo se incluyen en un único “Canon”, en un único diálogo entre Dios y la humanidad, en un único designio de salvación. «Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Hb 1, 1-2). Cristo proyecta de esta forma retrospectivamente su luz sobre la entera trama de la historia de la salvación y revela su coherencia, su significado, su dirección.
Él es el sello, “el Alfa y la Omega” (Ap 1, 8) de un diálogo entre Dios y sus criaturas repartido en el tiempo y atestiguado en la Biblia. Es a la luz de este sello final cómo adquieren su “pleno sentido” las palabras de Moisés y de los profetas, como había indicado el mismo Jesús aquella tarde de primavera, mientras él iba de Jerusalén hacia el pueblo de Emaús, dialogando con Cleofás y su amigo, cuando «les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras» (Lc 24, 27).
Precisamente porque en el centro de la Revelación está la Palabra divina transformada en rostro, el fin último del conocimiento de la Biblia no está «en una decisión ética o una gran idea, sino en el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1).

III. LA CASA DE LA PALABRA: LA IGLESIA

Como la sabiduría divina en el Antiguo Testamento, había edificado su casa en la ciudad de los hombres y de las mujeres, sosteniéndola sobre sus siete columnas (cf. Pr 9, 1), también la Palabra de Dios tiene una casa en el Nuevo Testamento: es la Iglesia que posee su modelo en la comunidad-madre de Jerusalén, la Iglesia, fundada sobre Pedro y los apóstoles y que hoy, a través de los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, sigue siendo garante, animadora e intérprete de la Palabra (cf. LG 13). Lucas, en los Hechos de los Apóstoles (2, 42), esboza la arquitectura basada sobre cuatro columnas ideales, que aún hoy dan testimonio de las diferentes formas de comunidad eclesial: «Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan, y en las oraciones».

7. En primer lugar, esto es la didaché apostólica, es decir, la predicación de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo, en efecto, nos reprende diciendo que «la fe por lo tanto, nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo» (Rm 10, 17). Desde la Iglesia sale la voz del mensajero que propone a todos el kérygma, o sea el anuncio primario y fundamental que el mismo Jesús había proclamado al comienzo de su ministerio público: «el tiempo se ha cumplido, el reino de Dios está cerca. (Arrepentíos! Y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). Los apóstoles anuncian la inauguración del Reino de Dios y, por lo tanto, de la decisiva intervención divina en la historia humana, proclamando la muerte y la resurrección de Cristo: «En ningún otro hay salvación, ni existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos salvarnos» (Hch 4, 12). El cristiano da testimonio de su esperanza: «háganlo con delicadeza y respeto, y con tranquilidad de conciencia», preparado sin embargo a ser también envuelto y tal vez arrollado por el torbellino del rechazo y de la persecución, consciente de que «es mejor sufrir por hacer el bien, si ésa es la voluntad de Dios, que por hacer el mal» (1 Pe 3, 16-17).
En la Iglesia resuena, después, la catequesis que está destinada a profundizar en el cristiano «el misterio de Cristo a la luz de la Palabra para que todo el hombre sea irradiado por ella» (Juan Pablo II, Catechesi tradendae, 20). Pero el apogeo de la predicación está en la homilía que aún hoy, para muchos cristianos, es el momento culminante del encuentro con la Palabra de Dios. En este acto, el ministro debería transformarse también en profeta. En efecto, Él debe con un lenguaje nítido, incisivo y sustancial y no sólo con autoridad «anunciar las maravillosas obras de Dios en la historia de la salvación» (SC 35) - ofrecidas anteriormente, a través de una clara y viva lectura del texto bíblico propuesto por la liturgia - pero que también debe actualizarse según los tiempos y momentos vividos por los oyentes, haciendo germinar en sus corazones la pregunta para la conversión y para el compromiso vital: «¿qué tenemos que hacer?» (He 2, 37).
El anuncio, la catequesis y la homilía suponen, por lo tanto, la capacidad de leer y de comprender, de explicar e interpretar, implicando la mente y el corazón. En la predicación se cumple, de este modo, un doble movimiento. Con el primero se remonta a los orígenes de los textos sagrados, de los eventos, de las palabras generadoras de la historia de la salvación para comprenderlas en su significado y en su mensaje. Con el segundo movimiento se vuelve al presente, a la actualidad vivida por quien escucha y lee siempre a la luz del Cristo que es el hilo luminoso destinado a unir las Escrituras. Es lo que el mismo Jesús había hecho - como ya dijimos - en el itinerario de Jerusalén a Emaús, en compañía de sus dos discípulos. Esto es lo que hará el diácono Felipe en el camino de Jerusalén a Gaza, cuando junto al funcionario etíope instituirá ese diálogo emblemático: «¿Entiendes lo que estás leyendo? [...] )Cómo lo voy a entender si no tengo quien me lo explique?» (Hch 8, 30-31). Y la meta será el encuentro íntegro con Cristo en el sacramento. De esta manera se presenta la segunda columna que sostiene la Iglesia, casa de la Palabra divina.

8. Es la fracción del pan. La escena de Emaús (cf. Lc 24, 13-35) una vez más es ejemplar y reproduce cuanto sucede cada día en nuestras iglesias: en la homilía de Jesús sobre Moisés y los profetas aparece, en la mesa, la fracción del pan eucarístico. Éste es el momento del diálogo íntimo de Dios con su pueblo, es el acto de la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo (cf. Lc 22, 20), es la obra suprema del Verbo que se ofrece como alimento en su cuerpo inmolado, es la fuente y la cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. La narración evangélica de la última cena, memorial del sacrificio de Cristo, cuando se proclama en la celebración eucarística, en la invocación del Espíritu Santo, se convierte en evento y sacramento. Por esta razón es que el Concilio Vaticano II, en un pasaje de gran intensidad, declaraba: «La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo» (DV 21). Por esto, se deberá volver a poner en el centro de la vida cristiana «la Liturgia de la Palabra y la Eucarística que están tan íntimamente unidas de tal manera que constituyen un solo acto de culto» (SC 56).

9. La tercera columna del edificio espiritual de la Iglesia, la casa de la Palabra, está constituida por las oraciones, entrelazadas - como recordaba san Pablo - por «salmos, himnos, alabanzas espontáneas» (Col 3, 16). Un lugar privilegiado lo ocupa naturalmente la Liturgia de las horas, la oración de la Iglesia por excelencia, destinada a marcar el paso de los días y de los tiempos del año cristiano que ofrece, sobre todo con el Salterio, el alimento espiritual cotidiano del fiel. Junto a ésta y a las celebraciones comunitarias de la Palabra, la tradición ha introducido la práctica de la Lectio divina, lectura orante en el Espíritu Santo, capaz de abrir al fiel no sólo el tesoro de la Palabra de Dios sino también de crear el encuentro con Cristo, Palabra divina y viviente.
Ésta se abre con la lectura (lectio) del texto que conduce a preguntarnos sobre el conocimiento auténtico de su contenido práctico: ¿qué dice el texto bíblico en sí? Sigue la meditación (meditatio) en la cual la pregunta es: ¿qué nos dice el texto bíblico? De esta manera se llega a la oración (oratio) que supone otra pregunta: )qué le decimos al Señor como respuesta a su Palabra? Se concluye con la contemplación (contemplatio) durante la cual asumimos como don de Dios la misma mirada para juzgar la realidad y nos preguntamos: ¿qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor?
Frente al lector orante de la Palabra de Dios se levanta idealmente el perfil de María, la madre del Señor, que «conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2, 19; cf. 2, 51), - como dice el texto original griego - encontrando el vínculo profundo que une eventos, actos y cosas, aparentemente desunidas, con el plan divino. También se puede presentar a los ojos del fiel que lee la Biblia, la actitud de María, hermana de Marta, que se sienta a los pies del Señor a la escucha de su Palabra, no dejando que las agitaciones exteriores le absorban enteramente su alma, y ocupando también el espacio libre de «la parte mejor» que no nos debe abandonar (cf. Lc 10, 38-42).

10. Aquí estamos, finalmente, frente a la última columna que sostiene la Iglesia, casa de la Palabra: la koinonía, la comunión fraterna, otro de los nombres del ágape, es decir, del amor cristiano. Como recordaba Jesús, para convertirse en sus hermanos o hermanas se necesita ser «los hermanos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8, 21). La escucha auténtica es obedecer y actuar, es hacer florecer en la vida la justicia y el amor, es ofrecer tanto en la existencia como en la sociedad un testimonio en la línea del llamado de los profetas que constantemente unía la Palabra de Dios y la vida, la fe y la rectitud, el culto y el compromiso social. Esto es lo que repetía continuamente Jesús, a partir de la célebre admonición en el Sermón de la montaña: «No todo el que me dice: ¡Señor, Señor! Entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21). En esta frase parece resonar la Palabra divina propuesta por Isaías: «Este pueblo se me acerca con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí» (29, 13). Estas advertencias son también para las iglesias que no son fieles a la escucha obediente de la Palabra de Dios.
Por ello, ésta debe ser visible y legible ya en el rostro mismo y en las manos del creyente, como lo sugirió san Gregorio Magno que veía en san Benito, y en los otros grandes hombres de Dios, los testimonios de la comunión con Dios y sus hermanos, con la Palabra de Dios hecha vida. El hombre justo y fiel no sólo “explica” las Escrituras, sino que las “despliega” frente a todos como realidad viva y practicada. Por eso es que la viva lectio, vita bonorum o la vida de los buenos, es una lectura/lección viviente de la Palabra divina. Ya san Juan Crisóstomo había observado que los apóstoles descendieron del monte de Galilea, donde habían encontrado al Resucitado, sin ninguna tabla de piedra escrita como sucedió con Moisés, ya que desde aquel momento, sus mismas vidas se convirtieron en el Evangelio viviente.
En la casa de la Palabra Divina encontramos también a los hermanos y las hermanas de las otras Iglesias y comunidades eclesiales que, a pesar de la separación que todavía hoy existe, se reencuentran con nosotros en la veneración y en el amor por la Palabra de Dios, principio y fuente de una primera y verdadera unidad, aunque, incompleta. Este vínculo siempre debe reforzarse por medio de las traducciones bíblicas comunes, la difusión del texto sagrado, la oración bíblica ecuménica, el diálogo exegético, el estudio y la comparación entre las diferentes interpretaciones de las Sagradas Escrituras, el intercambio de los valores propios de las diversas tradiciones espirituales, el anuncio y el testimonio común de la Palabra de Dios en un mundo secularizado.

IV. LOS CAMINOS DE LA PALABRA: LA MISIÓN

«Porque de Sión saldrá la Ley y de Jerusalén la palabra del Señor» (Is 2,3). La Palabra de Dios personificada “sale” de su casa, del templo, y se encamina a lo largo de los caminos del mundo para encontrar el gran peregrinación que los pueblos de la tierra han emprendido en la búsqueda de la verdad, de la justicia y de la paz. Existe, en efecto, también en la moderna ciudad secularizada, en sus plazas, y en sus calles - donde parecen reinar la incredulidad y la indiferencia, donde el mal parece prevalecer sobre el bien, creando la impresión de la victoria de Babilonia sobre Jerusalén - un deseo escondido, una esperanza germinal, una conmoción de esperanza. Come se lee en el libro del profeta Amos, «vienen días - dice Dios, el Señor - en los cuales enviaré hambre a la tierra. No de pan, ni sed de agua, sino de oír la Palabra de Dios» (8, 11). A este hambre quiere responder la misión evangelizadora de la Iglesia.
Asimismo Cristo resucitado lanza el llamado a los apóstoles, titubeantes para salir de las fronteras de su horizonte protegido: «Por tanto, id a todas las naciones, haced discípulos [...] y enseñadles a obedecer todo lo que os he mandado» (Mt 28, 19-20). La Biblia está llena de llamadas a “no callar”, a “gritar con fuerza”, a “anunciar la Palabra en el momento oportuno e importuno” a ser guardianes que rompen el silencio de la indiferencia. Los caminos que se abren frente a nosotros, hoy, no son únicamente los que recorrió san Pablo o los primeros evangelizadores y, detrás de ellos, todos los misioneros fueron al encuentro de la gente en tierras lejanas.
11. La comunicación extiende ahora una red que envuelve todo el mundo y el llamado de Cristo adquiere un nuevo significado: «Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día, y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas» (Mt 10, 27). Ciertamente, la Palabra sagrada debe tener una primera transparencia y difusión por medio del texto impreso, con traducciones que respondan a la variedad de idiomas de nuestro planeta. Pero la voz de la Palabra divina debe resonar también a través de la radio, las autopistas de la información de Internet, los canales de difusión virtual on line, los CD, los DVD, los “ipods” (MP3) y otros; debe aparecer en las pantallas televisivas y cinematográficas, en la prensa, en los eventos culturales y sociales.
Esta nueva comunicación, comparándola con la tradicional, ha asumido una gramática expresiva específica y es necesario, por lo tanto, estar preparados no sólo en el plano técnico, sino también cultural para dicha empresa. En un tiempo dominado por la imagen, propuesta especialmente desde el medio hegemónico de la comunicación que es la televisión, es todavía significativo y sugestivo el modelo privilegiado por Cristo. Él recurría al símbolo, a la narración, al ejemplo, a la experiencia diaria, a la parábola: «Todo esto lo decía Jesús a la muchedumbre por medio de parábolas [...] y no les hablaba sin parábolas» (Mt 13, 3.34). Jesús en su anuncio del reino de Dios, nunca se dirigía a sus interlocutores con un lenguaje vago, abstracto y etéreo, sino que les conquistaba partiendo justamente de la tierra, donde apoyaban sus pies para conducirlos de lo cotidiano, a la revelación del reino de los cielos. Se vuelve entonces significativa la escena evocada por Juan: «Algunos quisieron prenderlo, pero ninguno le echó mano. Los guardias volvieron a los principales sacerdotes y a los fariseos. Y ellos les preguntaron: )Por qué no lo trajiste? Los guardias respondieron: “Jamás hombre alguno habló como este hombre”» (7, 44-46).
12. Cristo camina por las calles de nuestras ciudades y se detiene ante el umbral de nuestras casas: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20). La familia, encerrada en su hogar, con sus alegrías y sus dramas, es un espacio fundamental en el que debe entrar la Palabra de Dios. La Biblia está llena de pequeñas y grandes historias familiares y el Salmista imagina con vivacidad el cuadro sereno de un padre sentado a la mesa, rodeado de su esposa, como una vid fecunda, y de sus hijos, como «brotes de olivo» (Sal 128). Los primeros cristianos celebraban la liturgia en lo cotidiano de una casa, así como Israel confiaba a la familia la celebración de la Pascua (cf. Ex 12, 21-27). La Palabra de Dios se transmite de una generación a otra, por lo que los padres se convierten en «los primeros predicadores de la fe» (LG 11). El Salmista también recordaba que «lo que hemos oído y aprendido, lo que nuestros padres nos contaron, no queremos ocultarlo a nuestros hijos, lo narraremos a la próxima generación: son las glorias del Señor y su poder, las maravillas que Él realizó; ... y podrán contarlas a sus propios hijos» (Sal 78, 3-4.6).
Cada casa deberá, pues, tener su Biblia y custodiarla de modo concreto y digno, leerla y rezar con ella, mientras que la familia deberá proponer formas y modelos de educación orante, catequística y didáctica sobre el uso de las Escrituras, para que «jóvenes y doncellas también, los viejos junto con los niños» (Sal 148, 12) escuchen, comprendan, alaben y vivan la Palabra de Dios. En especial, las nuevas generaciones, los niños, los jóvenes, tendrán que ser los destinatarios de una pedagogía apropiada y específica, que los conduzca a experimentar el atractivo de la figura de Cristo, abriendo la puerta de su inteligencia y su corazón, a través del encuentro y el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva de los amigos y la gran familia de la comunidad eclesial.

13. Jesús, en la parábola del sembrador, nos recuerda que existen terrenos áridos, pedregosos y sofocados por los abrojos (cf. Mt 13, 3-7). Quien entra en las calles del mundo descubre también los bajos fondos donde anidan sufrimientos y pobreza, humillaciones y opresiones, marginación y miserias, enfermedades físicas, psíquicas y soledades. A menudo, las piedras de las calles están ensangrentadas por guerras y violencias, en los centros de poder la corrupción se reúne con la injusticia. Se alza el grito de los perseguidos por la fidelidad a su conciencia y su fe. Algunos se ven arrollados por la crisis existencial o su alma se ve privada de un significado que dé sentido y valor a la vida misma. Como es «mera sombra el humano que pasa, sólo un soplo las riquezas que amontona» (Sal 39,7), muchos sienten cernirse sobre ellos también el silencio de Dios, su aparente ausencia e indiferencia: «)Hasta cuándo, Señor? )Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro?» (Sal 13, 2). Y al final, se yergue ante todos el misterio de la muerte.
La Biblia, que propone precisamente una fe histórica y encarnada, representa incesantemente este inmenso grito de dolor que sube de la tierra hacia el cielo. Bastaría sólo con pensar en las páginas marcadas por la violencia y la opresión, en el grito áspero y continuado de Job, en las vehementes súplicas de los salmos, en la sutil crisis interior que recorre el alma del Eclesiastés, en las vigorosas denuncias proféticas contra las injusticias sociales. Además, se presenta sin atenuantes la condena del pecado radical, que aparece en todo su poder devastador desde los exordios de la humanidad en un texto fundamental del Génesis (c. 3). En efecto, el “misterio del pecado” está presente y actúa en la historia, pero es revelado por la Palabra de Dios que asegura en Cristo la victoria del bien sobre el mal.
Pero, sobre todo, en las Escrituras domina principalmente la figura de Cristo, que comienza su ministerio público precisamente con un anuncio de esperanza para los últimos de la tierra: «El Espíritu del Señor está sobre mí; porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19). Sus manos tocan repetidamente cuerpos enfermos o infectados, sus palabras proclaman la justicia, infunden valor a los infelices, conceden el perdón a los pecadores. Al final, él mismo se acerca al nivel más bajo, «despojándose a sí mismo» de su gloria, «tomando la condición de esclavo, asumiendo la semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre ... se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2, 7-8).
Así, siente miedo de morir («Padre, si es posible, (aparta de mí este cáliz!»), experimenta la soledad con el abandono y la traición de los amigos, penetra en la oscuridad del dolor físico más cruel con la crucifixión e incluso en las tinieblas del silencio del Padre («Dios mío, Dios mío, ) por qué me has abandonado?») y llega al precipicio último de cada hombre, el de la muerte («dando un fuerte grito, expiró»). Verdaderamente, a él se puede aplicar la definición que Isaías reserva al Siervo del Señor: «varón de dolores y que conoce el sufrimiento» (cf. 53, 3).
Y aún así, también en ese momento extremo, no deja de ser el Hijo de Dios: en su solidaridad de amor y con el sacrificio de sí mismo siembra en el límite y en el mal de la humanidad una semilla de divinidad, o sea, un principio de liberación y de salvación; con su entrega a nosotros circunda de redención el dolor y la muerte, que él asumió y vivió, y abre también para nosotros la aurora de la resurrección. El cristiano tiene, pues, la misión de anunciar esta Palabra divina de esperanza, compartiéndola con los pobres y los que sufren, mediante el testimonio de su fe en el Reino de verdad y vida, de santidad y gracia, de justicia, de amor y paz, mediante la cercanía amorosa que no juzga ni condena, sino que sostiene, ilumina, conforta y perdona, siguiendo las palabras de Cristo: «Vengan a mí, todos los que están fatigados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mt 11, 28).

14. Por los caminos del mundo la Palabra divina genera para nosotros, los cristianos, un encuentro intenso con el pueblo judío, al que estamos íntimamente unidos a través del reconocimiento común y el amor por las Escrituras del Antiguo Testamento, y porque de Israel «procede Cristo según la carne» (Rm 9, 5). Todas las sagradas páginas judías iluminan el misterio de Dios y del hombre, revelan tesoros de reflexión y de moral, trazan el largo itinerario de la historia de la salvación hasta su pleno cumplimiento, ilustran con vigor la encarnación de la Palabra divina en las vicisitudes humanas. Nos permiten comprender plenamente la figura de Cristo, quien había declarado «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17), son camino de diálogo con el pueblo elegido que ha recibido de Dios «la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas» (Rm 9, 4), y nos permiten enriquecer nuestra interpretación de las Sagradas Escrituras con los recursos fecundos de la tradición exegética judaica.
«Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asiria, y mi heredad Israel» (Is 19, 25). El Señor extiende, por lo tanto, el manto de protección de su bendición sobre todos los pueblos de la tierra, deseoso de que «todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tm 2, 4). También nosotros, los cristianos, por los caminos del mundo, estamos invitados - sin caer en el sincretismo que confunde y humilla la propia identidad espiritual - a entrar con respeto en diálogo con los hombres y mujeres de otras religiones, que escuchan y practican fielmente las indicaciones de sus libros sagrados, comenzando por el islamismo, que en su tradición acoge innumerables figuras, símbolos y temas bíblicos y nos ofrece el testimonio de una fe sincera en el Dios único, compasivo y misericordioso, Creador de todo el ser y Juez de la humanidad.
El cristiano encuentra, además, sintonías comunes con las grandes tradiciones religiosas de Oriente que nos enseñan en sus Escrituras el respeto a la vida, la contemplación, el silencio, la sencillez, la renuncia, como sucede en el budismo. O bien, como en el hinduismo, exaltan el sentido de lo sagrado, el sacrificio, la peregrinación, el ayuno, los símbolos sagrados. O, también, como en el confucionismo, enseñan la sabiduría y los valores familiares y sociales. También queremos prestar nuestra cordial atención a las religiones tradicionales, con sus valores espirituales expresados en los ritos y las culturas orales, y entablar con ellas un respetuoso diálogo; y con cuantos no creen en Dios, pero se esfuerzan por «respetar el derecho, amar la lealtad, y proceder humildemente» (Mi 6, 8), tenemos que trabajar por un mundo más justo y en paz, y ofrecer en diálogo nuestro genuino testimonio de la Palabra de Dios, que puede revelarles nuevos y más altos horizontes de verdad y de amor.

15. En su Carta a los artistas (1999), Juan Pablo II recordaba que «la Sagrada Escritura se ha convertido en una especie de inmenso vocabulario» (P. Claudel) y de «Atlas iconográfico» (M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos» (n. 5). Goethe estaba convencido de que el Evangelio fuera la «lengua materna de Europa». La Biblia, como se suele decir, es «el gran código» de la cultura universal: los artistas, idealmente, han impregnado sus pinceles en ese alfabeto teñido de historias, símbolos, figuras que son las páginas bíblicas; los músicos han tejido sus armonías alrededor de los textos sagrados, especialmente los salmos; los escritores durante siglos han retomado esas antiguas narraciones que se convertían en parábolas existenciales; los poetas se han planteado preguntas sobre los misterios del espíritu, el infinito, el mal, el amor, la muerte y la vida, recogiendo con frecuencia el clamor poético que animaba las páginas bíblicas; los pensadores, los hombres de ciencia y la misma sociedad a menudo tenían como punto de referencia, aunque fuera por contraste, los conceptos espirituales y éticos (pensemos en el Decálogo) de la Palabra de Dios. Aun cuando la figura o la idea presente en las Escrituras se deformaba, se reconocía que era imprescindible y constitutiva de nuestra civilización.
Por esto, la Biblia - que también enseña la via pulchritudinis, es decir, el camino de la belleza para comprender y llegar a Dios («(tocad para Dios con destreza!», nos invita el Sal 47, 8) - no sólo es necesaria para el creyente, sino para todos, para descubrir nuevamente los significados auténticos de las varias expresiones culturales y, sobre todo, para encontrar nuevamente nuestra identidad histórica, civil, humana y espiritual. En ella se encuentra la raíz de nuestra grandeza y mediante ella podemos presentarnos con un noble patrimonio a las demás civilizaciones y culturas, sin ningún complejo de inferioridad. Por lo tanto, todos deberían conocer y estudiar la Biblia, bajo este extraordinario perfil de belleza y fecundidad humana y cultural.
No obstante, la Palabra de Dios - para usar una significativa imagen paulina - «no está encadenada» (2Tm 2, 9) a una cultura; es más, aspira a atravesar las fronteras y, precisamente el Apóstol fue un artífice excepcional de inculturación del mensaje bíblico dentro de nuevas coordenadas culturales. Es lo que la Iglesia está llamada a hacer también hoy, mediante un proceso delicado pero necesario, que ha recibido un fuerte impulso del magisterio del Papa Benedicto XVI. Tiene que hacer que la Palabra de Dios penetre en la multiplicidad de las culturas y expresarla según sus lenguajes, sus concepciones, sus símbolos y sus tradiciones religiosas. Sin embargo, debe ser capaz de custodiar la sustancia de sus contenidos, vigilando y evitando el riesgo de degeneración.
La Iglesia tiene que hacer brillar los valores que la Palabra de Dios ofrece a otras culturas, de manera que puedan llegar a ser purificadas y fecundadas por ella. Como dijo Juan Pablo II al episcopado de Kenya durante su viaje a África en 1980, «la inculturación será realmente un reflejo de la encarnación del Verbo, cuando una cultura, transformada y regenerada por el Evangelio, produce en su propia tradición expresiones originales de vida, de celebración y de pensamiento cristiano».

CONCLUSIÓN

«La voz de cielo que yo había oído me habló otra vez y me dijo: “Toma el librito que está abierto en la mano del ángel ...”. Y el ángel me dijo: “Toma, devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel”. Tomé el librito de la mano del ángel y lo devoré; y fue en mi boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las entrañas» (Ap 10, 8-11).
Hermanos y hermanas de todo el mundo, acojamos también nosotros esta invitación; acerquémonos a la mesa de la Palabra de Dios, para alimentarnos y vivir «no sólo de pan, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor» (Dt 8, 3; Mt 4, 4). La Sagrada Escritura - como afirmaba una gran figura de la cultura cristiana - «tiene pasajes adecuados para consolar todas las condiciones humanas y pasajes adecuados para atemorizar en todas las condiciones» (B. Pascal, Pensieri, n. 532 ed. Brunschvicg).
La Palabra de Dios, en efecto, es «más dulce que la miel, más que el jugo de panales» (Sal 19, 11), es «antorcha para mis pasos, luz para mi sendero» (Sal 119, 105), pero también «como el fuego y como un martillo que golpea la peña» (Jr 23, 29). Es como una lluvia que empapa la tierra, la fecunda y la hace germinar, haciendo florecer de este modo también la aridez de nuestros desiertos espirituales (cf. Is 55, 10-11). Pero también es «viva, eficaz y más cortante que una espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4, 12).
Nuestra mirada se dirige con afecto a todos los estudiosos, a los catequistas y otros servidores de la Palabra de Dios para expresarles nuestra gratitud más intensa y cordial por su precioso e importante ministerio. Nos dirigimos también a nuestros hermanos y hermanas perseguidos o asesinados a causa de la Palabra de Dios y el testimonio que dan al Señor Jesús (cf. Ap 6, 9): como testigos y mártires nos cuentan Ala fuerza de la palabra@ (Rm 1, 16), origen de su fe, su esperanza y su amor por Dios y por los hombres.
Hagamos ahora silencio para escuchar con eficacia la Palabra del Señor y mantengamos el silencio luego de la escucha porque seguirá habitando, viviendo en nosotros y hablándonos. Hagámosla resonar al principio de nuestro día, para que Dios tenga la primera palabra y dejémosla que resuene dentro de nosotros por la noche, para que la última palabra sea de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, “Te saludan todos los que están conmigo. Saluda a los que nos aman en la fe. (La gracia con todos vosotros!” (Tt 3, 15).

domingo, 1 de febrero de 2009

REGLAMENTO MINISTERIO LECTORES

REGLAMENTO INTERNO
MINISTERIO DE LECTORES
PARROQUIA INMACULADA CONCEPCION
HUEHUETENANGO


I. DE LOS LECTORES
De Quien pueden ser lector: Puede ser lector cualquier miembro de la Parroquia, que sea católico practicante, que ya haya realizado ya su confirmación, hombre o mujer, completamente iniciado en la Iglesia y que su vida sea un testimonio de la palabra que se proclama.
Como puede iniciarse un aspirante en el ministerio de lectores: Luego de una preparación adecuada, a cargo de la comisión de preparación de la junta directiva, y luego de la asistir a reuniones durante tres meses, será instituido en su ministerio públicamente mediante una bendición, de preferencia en una misa dominical, para prestar un servicio durante al menos dos años.
Cual será la tarea del lector: Presentar la palabra viva de Dios a la asamblea de la comunidad de fe que se reúne. Cuando se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras es Dios mismo quien habla a su pueblo... (Instrucción General para el uso del Misal Romano, n.9.) Por esa razón el ministerio de la palabra, debe de ser tratada con gran dignidad. Dentro de la liturgia, la palabra de Dios no es solamente para leerla, sino para proclamarla. Una proclamación bien hecha incluye la entrega del mensaje en una manera clara, convincente y a paso apropiado. También exige la habilidad de suscitar la fe en los demás, demostrando la fe personal. Siendo un ministerio en lo cual la fe del ministro está presupuesta, este ministerio deberá de aumentar la fe en aquellos que escuchan la palabra que se proclama.
Requisitos para el lector: El ministerio de la palabra requiere un entendimiento de las escrituras, conocimiento de los principios de la liturgia, y habilidad para leer en público, por lo que será imprescindible asistir a las reuniones del ministerio que se llevarán a cabo todos los sábados a las 7:30 p.m. en el salón del convento parroquial. Reuniones en las que se abordará en forma sistemática un análisis de las escrituras, formación constante y ensayos que mejoren las habilidades de los lectores.
Preparación espiritual del lector: La preparación espiritual incluye oración acerca del texto y reflexión del contenido de su mensaje; esto puede hacerse solo o en grupo.
Preparación bíblica del lector: La preparación bíblica incluye el entendimiento y la interpretación del texto en forma suficiente para que despierte una respuesta de parte de la asamblea. Esta preparación incluye la lectura del pasaje en su contexto, así como también la búsqueda de ayuda por medio de comentarios bíblicos y otros materiales.
Preparación práctica del lector: Incluye la pronunciación correcta de palabras dificultosas, el aprendizaje de la pronunciación correcta y la practica de la lectura del texto en voz alta, si es posible haciéndolo en presencia de alguien que sea capaz de corregir los defectos de la lectura.
Preparación inmediata del lector: Esto incluye el llegar con bastante tiempo antes de la liturgia (treinta minutos), localizar las lecturas en el Leccionario y revisar el sistema de sonido.
La revisión de los textos litúrgicos en curso, tratan el asunto del lenguaje con mucho cuidado. El lector no puede tomarse la libertad de cambiar los textos de la liturgia ya aprobados.
Sobre la repartición de las lecturas: De preferencia sería bueno tener un lector diferente para cada lectura. Es inapropiado que varias personas se dividan una sola lectura, excepto cuando se lee la Pasión del Señor. En la reunión sabatina del ministerio de lectores, deberá coordinarse quienes y que lecturas se harán en las diferentes misas dominicales, en la celebración de la palabra en la brigada militar, así como a las misas de toda la semana inmediata próxima.
Sobre la repartición de las lecturas en fechas especiales: los oficios especiales de adviento, cuaresma, semana santa, pascua y fiestas de guardar en el tiempo ordinario, serán asignadas a cada grupo a lo largo del año, y el cual deberá ser rotativo. Esta programación deberá incluirse en el calendario de actividades anual, elaborado por la directiva.
El lector sirve como uno de los fieles que asiste a la asamblea y tiene que participar en toda la liturgia. Es impropio que el lector solamente participe activamente en la liturgia de la palabra
Los libros que contienen la palabra deben de ser dignos y bien seguros, estos son el Leccionario y el Evangeliario. Las lecturas siempre se proclaman de libros litúrgicos que son los libros oficiales. Por la dignidad que exige la palabra de Dios, no deben ser sustituidos por otros subsidios de orden pastoral
El lector, en la ausencia del diácono, deberá de llevar solemnemente el Evangeliario en la procesión de entrada, el cual siempre se coloca en el altar. El Leccionario de la Misa nunca es llevado en la procesión (Instrucción General para el uso del Misal Romano n. 120) y debe de colocarse de antemano en el ambón.
La introducción a alguna lectura, por ejemplo: “Lectura del Libro del Exodo” y el final de la lectura “Palabra de Dios,” debe distinguirse del texto de la lectura por medio de una breve pausa.
Si el salmo responsorial se recita, los lectores deben de comenzarlo con la antífona y siempre repetir la antífona con la asamblea después de la recitación inicial y después de cada verso. No es necesario anunciar “La respuesta es o el salmo responsorial es…”
Los lectores nunca deben hacer algo para llamar la atención hacia ellos. El vestuario debe ser apropiado pero modesto, para demostrar el carácter de dignidad del ministerio. Para las misas dominicales se usará de preferencia el uniforme establecido, y para las misas de entre semana se deberá vestir pantalón o falda de color negro y camisa de vestir o blusa de color blanco, lo cual deberá quedar coordinado en la reunión sabatina, en lo interno de cada grupo.
Cuando le llegue su turno para proclamar la palabra, el lector debe acercarse al ambón caminando despacio, con dignidad y reverencia. Si pasa frente del altar tiene que hacer reverencia. Todos los movimientos deben de hacerse con armonía y nunca a la carrera.
De la contribución económica: cada lector podrá voluntariamente aportar una cantidad mensual, de la cual se llevará registro, y que servirá para el pago del personal de servicio en la parroquia, o para los gastos propios en que incurra el ministerio u otros gastos que la asamblea apruebe.



II. Obligaciones y Derechos de los lectores
Asistir a las reuniones generales sabatinas para coordinar todas las actividades propias del ministerio, para toda la semana inmediata próxima.
Asistir a los retiros, actividades parroquiales y todas aquellas planificadas y establecidas en el cronograma general anual del ministerio.
Acudir periódicamente a los sacramentos.
Cumplir con los servicios a los cuales nos hemos comprometido, o cubrir la ausencia con la colaboración de algún hermano.
Utilizar en la medida de lo posible el uniforme establecido, o bien anunciar su imposibilidad de hacerlo, a fin de poner de acuerdo al grupo.
El lector que por causas de fuerza mayor no pueda asistir a las reunión sabatina, y que desee servir en la misa que corresponda al grupo al cual pertenece, deberá presentar una solicitud verbal al coordinador de su respectivo grupo, el cual lo hará de conocimiento de la general en al reunión correspondiente, para poder ser tomado en cuenta en la programación semanal.
El lector que así lo desee podrá integrarse en un grupo diferente al que pertenezca, siempre y cuando presente su petición a la asamblea general y esta lo apruebe.
Todas las opiniones, sugerencias, o cualquier otra participación e inquietud de cualquier lector, serán atendidas con solicitud, esmero, atención y respeto.

III. DE LOS GRUPOS
Deberán organizarse para el servicio adecuado del ministerio, al menos cinco grupos de lectores para poder servir en las diferentes misas dominicales.
Cada grupo deberá nombrar un coordinador y un sub coordinador por un período de dos años.
Los grupos servirán en las misas dominicales de acuerdo a un cronograma anual rotativo que será preparado por la directiva y presentado a la general al inicio de su gestión.
Cada grupo podrá hacerse cargo de una o más misas entre semana, o de forma individual, a fin de cubrir todos las celebraciones eucarísticas.
Cada cinco semanas, y de acuerdo a la planificación anual, cada grupo deberá coordinar la reunión general sabatina, la cual buscará llenar la preparación espiritual, bíblica y práctica de sus hermanos lectores, tal y como se recomienda en los incisos anteriores.
En cada coordinación que corresponda al grupo, deberá de llevarse un obsequio que será rifado entre los asistentes, para sufragar los diversos compromisos que como ministerio se tengan adquiridos para con la parroquia.
Cada grupo decidirá la forma en que se repartirán las lecturas para las misas en las cuales deban servir, utilizando de preferencia un sistema rotativo, o cuando esto no fuere posible por cualquier circunstancia, conforme a la programación que presente el coordinador de grupo.

IV. DE LA JUNTA DIRECTIVA
De cómo se conforma: La Junta Directiva estará conformada de la siguiente manera: a) Coordinador General, b) Sub-Coordinador General, c) Secretario, d) Tesorero, e) Vocal.
Período de servicio: La Junta Directiva servirá por un período improrrogable de dos años.
Elección de nueva junta Directiva: La elección se llevará a cabo en el retiro de fin de año, eligiendo puesto por puesto, requiriendo solo la propuesta de uno de los miembros y la aprobación por consenso, o en el caso de varias propuestas para el mismo puesto, con la mayoría simple de los votos de la general. Asumirá la nueva directiva en la primera reunión del año siguiente.
Funciones de la Junta Directiva: La Junta Directiva tendrá como mínimo las tareas siguientes: a) Realizar un calendario anual de actividades, en el cual deberán establecerse por lo menos todas la fechas de coordinación de reuniones a cargo de los diferentes grupos, retiros, celebración de fechas especiales, programa de formación y otros que se consideren importantes; b) llevar un registro de lectores con todos sus datos personales; c) organizar un programa de formación general o específico para el ministerio de lectores; d) organizar al menos dos retiros al año; e) coordinar la celebración de fechas especiales; f) llevar registro de las contribuciones voluntarias económicas de los lectores, recaudaciones por rifas, venta en fondas, etc; g) participar en las asambleas generales o específicas del programa respectivo; h) coordinar la participación del ministerio en las actividades parroquiales; i) realizar los pagos que al ministerio le correspondan hacer como grupo de iglesia, j) nombrar una comisión permanente de formación de nuevos lectores, k) nombrar un asesor del ministerio de lectores, l) sesionar al menos una vez al mes, y las veces que se considere necesario, m) otras que la general considere convenientes.
Funciones del Coordinador: El coordinador general tendrá al menos las siguientes funciones: a) Planificar las reuniones mensuales ordinarias de la junta directiva, b) Convocar a reuniones extraordinarias de Junta Directiva, siempre que se considere necesario, c) Velar por el buen desempeño de las actividades del ministerio de lectores, d) Velar por el fiel cumplimiento del espíritu del ministerio así como de este reglamento, e) establecer el orden respectivo a fin de llevar a cabo reuniones sabatinas efectivas y que cumplan con los requerimientos que este reglamento contempla, e) exigir a sus compañeros directivos el cumplimiento de sus funciones específicas, f) asistir en representación al ministerio de lectores a las reuniones que la parroquia convoque.
Funciones del subcoordinador: Este deberá auxiliar al coordinador en todas las tareas propias del coordinador, así también le reemplazará en caso de ausencia, sea esta temporal o definitiva, y otras que el coordinador le asigne.
Funciones del secretario: Sus funciones serán: a) Llevar un registro histórico de los lectores, tanto activos como los que se han retirado, b) Presentar un listado programático de la distribución de los hermanos encargados de servir en el ministerio de lectores para cada misa por semana, c) preparar notas diversas que el servicio requiera.
Funciones del tesorero: a) Llevar un registro de ingresos y egresos en los fondos que el ministerio maneja anualmente, b) Realizar los pagos que el ministerio tenga como obligación en la parroquia.
Funciones del vocal: Auxiliar a todos los miembros de la directiva en diversas funciones.
Para la toma de decisiones tanto a nivel de junta directiva como a nivel de asamblea general de lectores, las mismas se tomarán luego de un amplio consenso y si esto no fuere posible, con la aprobación de la mayoría de los miembros la cual deberá contar finalmente con la aprobación parroquial.

lunes, 18 de febrero de 2008

MINISTERIO DE LECTORES EN LITURGIA CATOLICA

MINISTERIOS INSTITUIDOS

“Instituir” significa en latín establecer a alguien en un estado determinado o bien establecer algo iniciándolo oficialmente.

Los ministerios instituidos son el lectorado y el acolitado. El lector es instituido para la función que le es propia, leer la Palabra de Dios en la asamblea litúrgica, y el acólito es instituido para ayudar al diácono y prestar su servicio al sacerdote.

Estos ministerios instituidos se reciben normalmente como preparación a las órdenes sagradas.

Tanto el lectorado como el acolitado son ministerios laicales que solo pueden ser conferidos a varones, aunque ya en muchos lugares las mujeres también pueden formar parte del ministerio de lectores, por razones pastorales.

Con su proclamación de las lecturas, el lector, ayuda a la comunidad a captar en las mejores condiciones posibles lo que Dios le dice.

El ministerio de leer en la asamblea no es presidencial. Proclamar el Evangelio ha sido reservado desde antiguo a un ministro ordenado, pero las lecturas anteriores y el salmo responsorial, así como las intenciones de la oración universal son ministerio de laicos.

El breve rito se ha incluido en el Ritual de Ordenes. Al lector no sólo se le encomienda la proclamación de las lecturas de un modo oficial y estable, sino también el encargo de formar a los lectores no instituidos, organizar la catequesis, etc.

El que les instituye ora diciendo: “concédeles que, al meditar asiduamente tu Palabra, se sientan penetrados y transformados por ella y sepan anunciarlas, con toda fidelidad, a sus hermanos”. Y les hace entrega del libro de las Escrituras.

II. PROPOSITO DEL LECTOR

A. Generalidades:
La Palabra de Dios conocida como “Biblia” trata de las relaciones entre Dios y el hombre. Por medio de ella, Dios se revela a sí mismo y da a conocer su voluntad y su propósito redentor. Para revelarse al hombre Dios se valió de seres humanos inspirados por su Espíritu Santo. Su Mensaje a demostrado poder no igualado para cambiar la vida humana, así individual como social. Por eso cuantos han experimentado ese poder transformador y dan de él su testimonio al mundo, se refieren a la Biblia como la “Palabra de Dios”.

Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.” Juan 8:31-32

La proclamación de la palabra de Dios es verdaderamente un servicio a la Iglesia. Los lectores presentan la palabra viva de Dios a la asamblea de la comunidad de fe que se reúne. Cuando se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras es Dios mismo quien habla a su pueblo... Por esa razón el ministerio de la palabra, debe de ser tratado con gran dignidad.

Dentro de la liturgia, la Palabra de Dios no es solamente para leerla, sino para proclamarla. Una proclamación bien hecha incluye la entrega del mensaje en una manera clara, convincente y a paso apropiado. También exige la habilidad de suscitar la fe en los demás, demostrando la fe personal. Siendo un ministerio en el cual la fe del ministro está presupuesta, este ministerio deberá de aumentar la fe en aquellos que escuchan la palabra que se proclama.

Lo ideal es que la asamblea escuche la proclamación de las escrituras en vez de seguir las lecturas por medio de un misal. Cuando la asamblea escucha en comunidad, los fieles no solamente experimentan la unidad entre sí, sino también la misma presencia de Cristo, quien les habla en su palabra.

Al proclamar la palabra de Dios, los lectores están ejerciendo la responsabilidad de meditar en la presencia de Cristo. Dios le habla a los feligreses a través de ellos. El impacto del mensaje de Dios va a depender significativamente de la convicción, la preparación y la manera como se da el mensaje.

La Reverencia hacia las escrituras es importante porque la iglesia ve una conexión íntima entre “La mesa de la Palabra de Dios” y “La Mesa de la Eucaristía”. En una, el pacto divino se anuncia y la iglesia crece en su sabiduría; en la otra, se renueva el pacto y la Iglesia crece en santidad (LDM, no 10).

La gran abundancia y variedad de las lecturas en el Leccionario reta a aquellos que proclaman las escrituras en la Misa. Los sagrados autores reflejan individualmente en el significado de las acciones de Dios en la historia, desde sus propias perspectivas y en su propio estilo. Ellos también emplean varias formas literarias para transmitir el mensaje de Salvación. Esta Variedad va desde las narraciones y poesía de los salmos proféticos, hasta los oráculos y parábolas; de las exposiciones teológicas hasta las visiones apocalípticas.
Un reconocimiento de las formas literarias de las lecturas en particular, el conocimiento del estilo de los santos escritores, le facilitará al lector y a los salmistas el proclamar con un mejor entendimiento el tono y significado de los textos. Utilizando recursos bíblicos extras como los comentarios de la Biblia, puede ayudar al lector a descubrir el significado y propósito de un pasaje bíblico en particular.
Un Ministerio genuino es un servicio con humildad. Un modelo para los lectores es Juan Bautista “Es necesario que él crezca y que yo disminuya” (Juan 3, 30) también se dijo de él “Aunque no fuera él la luz, le tocaba dar testimonio de la luz” (Juan 1,8) en orden de poder servir a la comunidad y dar testimonio de la Palabra, el lector debe dejar a un lado todas las agendas y necesidades personales.

B. La formación de los Lectores debe de incluir los siguientes elementos:

• Preparación Espiritual
• Formación Bíblica
• Formación Litúrgica
• Preparación Técnica

En la ausencia del Diácono, el lector lleva el Libro de los Evangelios un poco elevado al frente del sacerdote celebrante en la procesión de entrada y lo lleva hasta el altar. (Leccionario de Misa, no. 55).

El Leccionario no se debe llevar en la procesión; debe mas bien de estar listo con las lecturas del día en el púlpito antes de que empiece la Misa. El Libro de los Evangelios no se lleva en la procesión al final de la Misa. ( IGMR 2000, nos.120d., 128,194-195; Libro de los Evangelios [LE], nos 9 & 22 ).

La preparación general para el ministerio de lector incluye dimensiones espirituales, bíblicas y prácticas.
La preparación espiritual incluye oración acerca del texto y reflexión del contenido de su mensaje; esto puede hacerse solo o en grupo.

La preparación bíblica incluye el entendimiento y la interpretación del texto en forma suficiente para que despierte una respuesta de parte de la asamblea. Esta preparación incluye la lectura del pasaje en su contexto, así como también la búsqueda de ayuda por medio de comentarios bíblicos y otros materiales.

Preparación práctica: incluye la pronunciación correcta de palabras dificultosas, el aprendizaje de la pronunciación correcta y la práctica de la lectura del texto en voz alta, si es posible haciéndolo en presencia de alguien que sea capaz de corregir los defectos de la lectura.

La preparación inmediata también es de esperarse. Esto incluye el llegar con bastante tiempo antes de la liturgia, localizar las lecturas en el Leccionario y revisar el sistema de sonido.


C. Requisitos del Lector:
Þ Para que los fieles lleguen a adquirir una estima viva de la Sagrada Escritura por la audición de las lecturas divinas, es necesario que los lectores que desempeñen este ministerio…sean de veras aptos y estén cuidadosamente preparados.

Þ Aquellos que quieren ser ministros de lectura deben de ser miembros de la parroquia y de edad adecuada y lo suficientemente competentes para emprender este ministerio.

Þ Un conocimiento básico de la Biblia, un deseo de aprender acerca de las escrituras y poseer la habilidad oral necesaria para la proclamación de la palabra, son cosas necesarias para este ministerio.

Þ El ministerio de la palabra requiere un entendimiento de las escrituras, conocimiento de los principios de la liturgia, y habilidad para leer en público.

Þ Los lectores deben ser Católicos prácticos, completamente iniciados en la Iglesia y sus vidas deben de ser un verdadero testimonio de la palabra que proclaman.

Þ Una vez que los lectores hayan sido preparados para ejercitar su ministerio, es muy recomendable que sean instituidos en su ministerio públicamente con una bendición, preferiblemente durante la Misa dominical. Esto se hace por medio de la ceremonia de “Bendición de Lectores” que se encuentran en el Libro de Bendiciones.

Þ Durante las liturgias de bodas o funerales se permite a miembros de la familia o a amigos leer, aunque no hayan sido formalmente entrenados e instalados como lectores. La parroquia es la encargada de proveer un lector con experiencia para que los guíe e instruya.

Þ En situaciones especiales y por razones pastorales, por ejemplo en liturgias de la escuela parroquial o liturgias de educación religiosa, se puede permitir proclamar la palabra a un joven o una jovencita que no esté totalmente iniciada en fe, pero debe de preparársele apropiadamente. El contacto con la palabra de Dios, ha cambiado los corazones de quienes menos nos imaginamos.

D. Algunas Sugerencias Prácticas

* Los lectores no deberán añadir nada a las introducciones a las lecturas que aparecen en el Leccionario, tampoco deberán añadir al texto ninguna de sus propias palabras.

* La introducción a alguna lectura, por ejemplo: “Lectura del Libro del Éxodo” y el final de la lectura “Palabra de Dios,” debe distinguirse del texto de la lectura por medio de una breve pausa.

* Si el salmo responsorial se recita, los lectores deben de comenzarlo con la antífona y siempre repetir la antífona con la asamblea después de la recitación inicial y después de cada verso. No es necesario anunciar: “La respuesta es o el salmo responsorial es…”

* Los lectores proclaman la palabra del Leccionario que está en el ambón o mientras lo sostienen en sus manos. Nunca deberán de levantar en alto el Leccionario mientras dicen “Palabra de Dios.”

* Los lectores nunca deben hacer algo para llamar la atención hacia ellos. El vestuario debe ser apropiado pero modesto, para demostrar el carácter de dignidad del ministerio.

* Saber como usar el calendario para encontrar la lección del día.

* Hacer la lectura con expresión, pero NO como un drama.

* Saber como introducir la lectura y como terminarla (para esto hay que conocer el texto con anterioridad)

* Las lecturas ha continuación sirven para enfocar sobre el puesto en la comunidad y su vida Cristiana:

• Romanos capítulo 12
• Efesios 8
• Gálatas 5 . 6

E. Símbolos en la Liturgia de la Palabra:

Para asegurar la efectividad pastoral de la liturgia de la palabra, es importante que se de atención a los símbolos de la liturgia.

Los símbolos que forman parte integral de cualquier celebración de la palabra son: El lector(es), el libro(s), el ambón, y las procesiones.


1. El lector:
Sirve como uno de los fieles que asiste a la asamblea y tiene que participar en toda la liturgia. Es impropio que el lector solamente participe activamente en la liturgia de la palabra y luego se desatienda de lo grandioso que sucede en la liturgia de la Eucaristía, como si su función concluyera al terminar de leer.

2. Los libros:
Que contienen la palabra deben de ser dignos y bien seguros, estos son el Leccionario y el Evangeliario. Las lecturas siempre se proclaman de libros litúrgicos que son los libros oficiales. Por ultimo, estos libros...por la dignidad que exige la Palabra de Dios, no deben ser sustituidos por otros subsidios de orden pastoral, por ejemplo, por las hojitas que se hacen para que los fieles preparen las lecturas o las mediten personalmente.

3. El Ambón:
La proclamación de la palabra se hace desde el ambón. Debe estar en un lugar elevado, fijo, de diseño apropiado, y con la debida nobleza que refleje la dignidad de la palabra de Dios. Velas y otras decoraciones pueden colocarse alrededor. El ambón se reserva para las lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual. Puede también usarse para la homilía y la oración de los fieles. Es mejor usar un pequeño atril para el cantor y los anuncios.

4. Las procesiones:
Son acciones litúrgicas muy importantes. Los lectores pueden participar en la procesión de entrada. El diácono ( o el lector en la ausencia del diácono) deberá de llevar solemnemente el Evangeliario el cual siempre se coloca en el altar. El Leccionario de la Misa nunca es llevado en la procesión y debe de colocarse de antemano en el ambón.

La procesión del evangelio es un ritual importante en la liturgia de la palabra, aunque algunas veces no se exprese plenamente en cada liturgia. Después de la segunda lectura y una corta pausa que le sigue, cuando el diácono, o el sacerdote cuando no hay un diácono, lleva el Evangeliario en procesión, desde el altar hasta el ambón.

En la procesión lo pueden acompañar monaguillos con el incensario y cuando sea apropiado con cirios. Cuando se usa el incienso, el Evangeliario es incensado después del diálogo introductorio y antes de ser proclamado el evangelio. El Evangeliario no es llevado en la procesión de salida.

F. Procedimientos Durante La Liturgia:

1. Ritos de Introducción
Si no hay un Diácono presente, el lector debe de llevar el Libro de los Evangelios un poco elevado en la procesión. El lector sigue a los monaguillos en la procesión de entrada. (Si hay un Diácono presente, él debe de llevar el Libro de los Evangelios). Sin hacer venia el lector debe de colocar el libro en el altar y pasar a sentarse. (LE, no. 9).

Sólo el Libro de los Evangelios se debe de llevar en la procesión. El Leccionario de la misa debe de estar listo en el púlpito, abierto en la página de la lectura correspondiente a ese día.

2. Liturgia de la Palabra
Para envolver más gente en el ministerio activo y para ayudarle a la comunidad a apreciar el contenido de los diversos pasajes de las escrituras, es mejor tener un lector diferente para cada una ( LDM, no 52 ).
Para propiciar la meditación, un breve momento de silencio se debe incluir entre las lecturas ( IGMR 2000, nos. 45 & 56 ) Así que las lecturas no se deben de hacer apresuradamente.
El Leccionario dice que se debe hacer una introducción simple, por ejemplo: “Lectura del libro [Carta] de...” No hay necesidad de decir el capítulo o el verso. Al concluir la lectura el lector debe pausar un momento, hacer contacto visual, y anunciar: “Palabra de Dios”.

El lector espera a que la asamblea se siente. Mirando y haciendo contacto con ellos, el lector anuncia la lectura, hace una pausa y luego empieza con el pasaje.

Al concluir la primera lectura, el lector debe permanecer quieto y en silencio por un momento y después debe regresar a su asiento.

La salmodia está diseñada para cantarse; cuando solamente se recita pierde mucho de su poder. Debido a que el salmo responsorial de la Misa es parte de la liturgia de la palabra, es propio que el salmista o cantor lo cante desde el ambón, aunque también lo puede hacer desde otro lugar apropiado.

El salmo responsorial debe hacerse desde el púlpito. Aún cantando las respuestas solas (o leyendo el Verso) fomenta el canto de la comunidad y les ayuda a entender y a meditar acerca del significado espiritual de los Salmos.


Cuando el salmo no se canta debe de ser leído en una manera que conduzca a la meditación en la palabra de Dios. (LDM, nos. 20-22; Instrucciones Generales del Misal Romano 2000 - 3rd típica ed. [IGMR 2000], nos. 61 & 309).

El segundo lector sigue el mismo procedimiento como para la primera lectura. Cuando ha terminado de leer, el lector remueve el Leccionario del púlpito y regresa a su asiento.

En la aclamación del evangelio el pueblo expresa con alegría su encuentro con el Señor. La aclamación también expresa su fe en forma de canto. Si la aclamación del evangelio no se canta, debe de omitirse.

En la ausencia de un Diácono el lector o el Cantor debe de empezar con las intercesiones o intenciones generales desde el púlpito siguiendo las instrucciones del celebrante para estas oraciones (LDM, nos. 30-31; IGMR 2000, no. 71). Cuando el sacerdote termina las intercesiones el lector regresa a su asiento.

a) Destrezas de Comunicación:
A la hora de proclamar las lecturas, es importante tener en cuenta ciertas destrezas, como lo son:

* Contacto Visual
* Enunciación
* Dicción
* Inflexión
* Pauta / Paso
* Proyección
* Pronunciación

3. Ritos de Conclusión
Si el lector está sentado en el santuario, antes de la despedida y bendición final, el lector debe de estar en la línea de la procesión al frente del altar. Cuando el Celebrante y los otros ministros hacen la venia, el lector debe también hacerla debidamente. Todos los ministros proceden a caminar en la procesión de la misma manera y en el mismo orden de la entrada, al principio de la Misa.

Ni el Libro de los Evangelios, ni el Leccionario deben ser sacados de la iglesia. Se asume que la Palabra de Dios ha sido proclamada y debe de estar en los corazones y en las mentes de los fieles. Ellos se convierten en la “Palabra Viva” que sale de la Iglesia.

G. Instalación De Los Lectores:

El Libro de Bendiciones, Capítulo 61, provee una “Orden para la Bendición de los Lectores” que debe ser usada cuando se comisionan / instalan nuevos lectores.

Los lectores deben ser instalados por un tiempo específico, quizás por dos años o el tiempo que el párroco del lugar considere prudente. Esto le permitirá al lector y a la comunidad beneficiarse de este ministerio. La recertificación y comisión, como ya se mencionó, debe depender de las normas de cada parroquia y de sus programas.

Como con todos los ministerios litúrgicos, es mejor para la persona y para la parroquia que una persona sirva únicamente en un ministerio en cada liturgia. Así que una persona no debe ser el lector y el ministro de la eucaristía en la misma Misa, por ejemplo.


H. Formación Continua:

Cada parroquia debe tener un programa continuo y extensivo de formación para aquellos que proclaman las escrituras durante la Liturgia. Los lectores deben ser educados en los elementos básicos de la Liturgia.

Por encima de todo la preparación y ejercitación de cada lector individualmente debe de ser espiritual.

La preparación espiritual puede de manera esencial incluir oportunidades de oración constante, de compartir y estudiar las escrituras. El lector (a) debe hacer de su vida una continua oración.

Los lectores deben de estar siempre preparados a leer aún cuando no están asignados.

En conclusión: El Ministerio del Lector permite servir a la parroquia como Ministros de la Palabra.

Esta es una gran oportunidad para reflexionar en las palabras e ideas de nuestra fe, una oportunidad de entender más profundamente por qué creemos que Cristo está con nosotros y que Dios está presente en nuestras vidas.

La capacidad de leer en voz alta, con sentimiento y significado, no es solamente, la única aptitud requerida para ser parte de este ministerio. Para esto, es necesario invertir tiempo y esfuerzo para entender bien las ideas expresadas en las lecturas a fin de poder proclamarlas de manera que todos las comprendan. Pero
sobre todo es indispensable la coherencia que el lector debe tener, en lo que proclama y vive.

La recompensa es que a medida que el lector se prepara para leer, él o ella usa ese tiempo de preparación para reflexionar en las lecturas y logra un entendimiento más profundo y claro de lo que las “palabras” significan.

El Ministerio del Lector puede ser un desafío, una experiencia profundamente gratificante y una jubilosa expresión de fe.

Es preciso insistir que la constante meditación de las lecturas que a diario proclamamos, nos ha de llevar de la mejor manera a vivir con coherencia lo que con nuestra voz, invitamos a vivir a los demás.

Por eso es necesario conocer los medios que la iglesia por medio de todos su hijos que a lo largo de la historia han experimentado las dulzuras de estar en la presencia de Dios nos han transmitido acerca de la oración, ese dialogo de amor con Dios.